domingo, 13 de octubre de 2013

Guía de novias para entrenar a sus maridos


Estábamos casados en la mitad de nuestra década de los veinte. Disfrutábamos de la compañía el uno del otro, compartíamos los mismos intereses, gustos y aficiones y nos amábamos el uno al otro.

Pero poco a poco, la situación fue cambiando. Él cada vez hacía menos en el hogar. Hacía menos de lo que yo consideraba que era la parte justa que a él le correspondía. No peleábamos a menudo, pero si algunas veces, y sobre nimiedades. Muy a menudo tragaba bilis, para evitar la pelea, pero en ocasiones, cualquier cosita sin importancia me hacía estallar. Lo que yo consideraba como un recordatorio de que las tareas del hogar eran compartidas, él lo consideraba como una dura crítica. Y él reaccionó saliendo de casa (a jugar al tenis con sus amigos y, después, a tomarse una cerveza, que terminaban siendo varias, con la consiguiente demora). Y yo reaccioné de la misma manera, buscando actividades fuera del hogar. En concreto, empezé a salir con unas amigas de la infancia, y acabamos yendo a jugar al casino. Y nuestro hogar cada vez estaba más sucio y desordenado.

Si bien él parecía estar contento, yo seguía estando a disgusto. Ya no nos peleábamos, pero lo que es peor, nos ignorábamos. Seguíamos siendo fieles él uno al otro, todavía no habíamos cruzado esa barrera, pero parecía que compartíamos el piso, no nuestras vidas. Hasta que vino la madre de todas las peleas conyugales, y decidimos separarnos. Él se fue a casa de sus padres, y yo me quedé en casa sola y amargada.

Pero no permaneció fuera de casa ni una semana. Volvió con el rabo entre las piernas, manso como un corderito, me dijo lo mucho que me echaba de menos y que iba a cambiar. Y vaya si cambió. Como del cielo a la tierra.

Bienvenidos al mundo de Jane y Joe, de las dos jotas, la JOTA con mayúscula de Jane, y la jota con minúscula, de Joe. J & j.